Se acerca el Día del Libro y este
año, ya prácticamente quitadas las legañas de la pandemia del Covid-19,
comenzamos a organizar la gran fiesta: ferias, recitales, presentaciones,
lecturas, firmas…, fastos pomposos alrededor de ese objeto prodigioso cuyo
origen se retrotrae a la noche de los tiempos. Y lo que nació como un raro
milagro y tuvo sus antecedentes en lo que no tiene forma: la palabra trasmitida
oralmente, en nuestro siglo XXI ha alcanzado unas dimensiones desmesuradas.
El libro en papel, ciertamente,
sigue manteniendo su apariencia misteriosa: es un objeto cerrado a modo de
cofre que guarda entre sus páginas un mensaje que se anuncia con un título más
o menos sugerente y una ilustración más o menos estética en la portada. Los
editores e impresores las han ido reformulando a lo largo del tiempo; hay quien
las prefieren de diseño sobrio, atendiendo a la máxima de “menos es más” (no
siempre cierta), y quienes los convierten en verdaderas obras de arte. En el primer
caso, el gancho está: o bien en el nombre del autor, reconocido o consagrado, o
en el título; una palabra o frase con la suficiente fuerza o capacidad
sugestiva para que el lector se deje subyugar. En el segundo, la fuerza
iconográfica y plástica cobran protagonismo, y llegan a resultar irresistibles
a la vista. Estos trucos comerciales son ciertamente efectivos.
Pero lo verdaderamente importante
para el lector es no sentirse decepcionado con su elección, pues el contenido,
el mensaje y la pericia en transmitirlo es lo que en verdad nos hace
merecedores a los autores de su reconocimiento. Lo demás es HUMO.
Sin embargo, hoy día, como en
muchas otras cosas, el mercado, ya sea en su vertiente material o intelectual,
se adueña del fenómeno literario y desvirtúa su sentido más profundo. Porque
también en esto de la literatura hay mucho intermediario. Por un lado los mal
llamados editores que hoy en día han proliferado como la peste. Estos, que han
puesto “ojo avizor” a tantísimo postulador a poeta o narrador, han advertido su
oportunidad de lucrarse y ya no hacen distingos entre lo que es una buena
historia o un buen poema. Si la obra tiene calidad o no es algo que los deja
indiferentes a la gran mayoría. El beneficio económico prima en estos casos: si
el autor tiene dinero para pagarse su edición o accede a hacerse cargo de un
número de ejemplares a través de la venta en presentaciones, etc., los alumbran
al mercado, si no, ya es “otro cantar”. Los autores, la mayoría de las veces,
nos dejamos arrastrar por nuestro ego y caemos en sus redes. Cuando uno tiene
poca experiencia en estos tejemanejes, se deja obnubilar por la posibilidad de
ver su obra en letra impresa y se deja timar; algunos nos hemos sorprendido de
que la editorial en cuestión ni siquiera emita un informe de la obra. Más
tarde, cuando recibes la prueba de “galeradas” para revisar el texto, te das
cuenta de que el supuesto editor no ha hecho una revisión seria de la obra y
espera que tú mismo te corrijas y hagas su trabajo… Hay otras que prometen la
promoción de tu libro y luego no mueven un dedo en ese sentido o recurren a
fórmulas trilladas que tú mismo puedes realizar sin recurrir a ellos y pagarles
encima.
Si hablamos de los intermediarios
intelectuales, es decir: los críticos, agentes culturales, etc. Nos encontramos
con los proxenetas que opinan, denostan, silencian, encumbran, sin un criterio
objetivo, la mayoría de las veces, a los escritores. Se dejan mercadear por la
política, el reconocimiento social, la frustración; ya que gran parte de ellos
no tienen talento o nunca han escrito un poema. Estos se dejan llevar por las
modas del momento, no se mojan con autores nuevos, premian a los ya premiados.
Claro, así no se pillan los dedos… (A su parecer). Otorgan y obtienen dádivas
del mundo político y editorial, en definitiva: “manejan el cotarro”.
Los escritores, especialmente
aquellos que no somos muy conocidos, nos convertimos así en meretrices de todos
ellos colmándolos de alabanzas, haciendo de satélites de sus noticias en redes
sociales y sus opiniones, sintiéndonos marginados si no aparecemos en una
antología o no participamos en un recital organizado por los “próceres”,
publicando nuestras obras que en algunos casos adolecen de talento, calidad o
no dicen nada, revistiendo el lenguaje de una pompa culterana que aburre a las
ovejas… en una hemorragia de ego que deja fuera de juego a los verdaderos
catalizadores: los lectores.
Si la literatura es el arte de la
expresión escrita o hablada, si el ser escritor o poeta es algo más que
encadenar frases o componer ripios…, es tener eso que se llama “duende”… y
haberlo desarrollado y demostrado… ¿Para qué tanta pirotecnia y fuegos fatuos
si será el lector, en su acto íntimo de lectura quién te asigne tu lugar?